miércoles, 2 de octubre de 2013

"No dejaria nunca de ser educadora social porque..."

 porque..."

A través del contacto diario con personas que presentan dificultades sociales tales como desajustes vitales, problemas de adaptación al entorno escolar y adolescentes en situación de conflicto social grave, todos ellos factores que hemos catalogado como debilitadores, he aprendido a comunicarme con los demás de una forma distinta, altamente gratificante, siendo capaz de mirarme a mi misma a través de los ojos de otros y ponerme en su lugar.

De ellos, he adquirido, la habilidad de ser más resistente, con la cual me siento más competente a la hora responder a las demandas del contexto en el que he decidió desarrollar mi actividad profesional, lo que implica ser más competente a la hora de manejar el estrés y persistente en el empeño de presentar menos dificultades para experimentar procesos de resiliencia. He aprendido a confiar más en el esfuerzo y a valorar el apoyo social para ser más creativa a la hora de buscar y encontrar estrategias de afrontamiento cuando los obstáculos parecen insalvables.
No dejaría nunca de ser educador /a social porque he aprendido lo que es la empatía y puedo expresar mayor satisfacción en el trabajo y trabajar más y mejor en equipo.
Os dejo una de las muchas definiciones de empatía, con la que sin duda estaréis de  acuerdo. Distintos autores coinciden en señalar que el término engloba tres destrezas fundamentales comúnmente aceptadas, éstas comprenden, la capacidad para compartir los sentimientos de otras personas, la capacidad cognitiva para intuir lo que éstas están sintiendo y por último, sabemos que la empatía aparte de presentar una orientación altruista y prosocial, implica fundamentalmente acudir compasivamente hacia el socorro de otros.  (Decety y Jackson, 2004).
Y ahora os preguntaréis a qué viene esta reflexión. Pues bien, a lo largo del tiempo también he descubierto que la principal función de mi trabajo es la de compartir y contagiar estados emocionales positivos, ya que no podemos ni debemos olvidar, que estados emocionales negativos entorpecen gravemente el desarrollo de la autoestima, que correlaciona con una pobre percepción del bienestar subjetivo y de la vivencia de competencia y seguridad lesionando las capacidades de atención y por tanto afectando a la memoria, dimensión básica del aprendizaje. Seguir aprendiendo es el proyecto del que no quiero apearme, por el momento.
Magdalena Gelabert / Educadora Social


viernes, 21 de junio de 2013

Los relatos ejercen una atracción transformadora



Tanto niños como adultos sentimos fascinación por los relatos. Durante la infancia, nos rendimos a las historias que los mayores nos cuentan, pero poco a poco vamos distanciándonos de ellos para acabar siendo nosotros mismos generadores de relatos que, inevitablemente, tendrán a su vez efecto sobre otros y, principalmente, sobre nuestra propia forma de afrontar las situaciones. De lo satisfechos que estemos de los relatos que nos hagamos de nosotros mismos y de las reacciones que ejercen éstos sobre las personas con las que nos relacionamos, dependerá nuestra autoestima, que es en sí un hecho social, pues exige de la participación de actores y espectadores.
Los relatos, pues, a los que estamos expuestos, ya sean simples o con fuerte carga emocional, ejercen una atracción transformadora que configura la percepción que tenemos de la realidad. A partir de esa determinada y particular forma de explicarnos lo que pasa, construimos la imagen que tenemos de nosotros, siendo esta reacción „que para nada es natural, sino social„ la que definirá nuestra forma de mirar el futuro.
En tiempos convulsos como los actuales, y a rebufo de las decisiones tomadas en nuestro nombre pero sin nuestra participación, viene a colación sacar a escena la importancia de los relatos, instrumento social que utilizamos para construir la realidad y al que podemos atribuir altas dosis de violencia, pues se dan por inexcusables, consecuencias que afectan a muchos excluyendo a otros; que podríamos tildar de amorales, pues justifican hechos y circunstancias que, en otras condiciones, cualquier grupo humano rechazaría. Es en este caso, un relato perversamente fascinador, intencionadamente dirigido hacia la emocionalidad, un relato que trastoca la percepción de la realidad, entorpece el adecuado desarrollo moral que tanto juzgamos „principalmente en adolescentes„ y más aún imposibilita la capacidad de la persona para interrumpir ese círculo vicioso si el núcleo en el que se desarrollan, familia, contexto escolar y comunitario, está a su vez azotado por lo que el discurso general tilda de inevitable. De la peculiaridad de estas respuestas dependen reacciones como la vergüenza, asociada a respuestas agresivas: la compasión hacia uno mismo, el miedo, la desconfianza; respuestas, por otra parte, previsibles en entornos negativos y desesperanzadores que invitan al inmovilismo y al fatalismo. Si a esto le añadimos la vulnerabilidad propia de la adolescencia, no puede sorprendernos que la imagen que de ellos mismos perciben sea altamente tóxica, al verse privados de la consideración y del derecho a la realización personal que deriva en sentimientos de vergüenza que explican sus respuestas desafiantes.

miércoles, 15 de mayo de 2013

Vincularnos con la tribu.


Ser capaz de interpretar los sentimientos, vislumbrar las intenciones y prever las actos de los demás son habilidades de una extraordinaria utilidad en las interacciones sociales, destrezas éstas que nos permiten comprender los estados mentales y afectivos de las personas que nos rodean; piedras angulares, en suma, de nuestra vida social.

En investigaciones recientes se ha estado trabajando sobre la hipótesis de que los mecanismos neuronales responsables de este fenómeno sean los mismos que implican a las neuronas espejo, aspecto a tener en cuenta durante los primeros años de vida, pues durante la infancia utilizamos la imitación y la mímica para interactuar con los demás. Este hecho es de vital importancia en la formación de los niños ya que, en este crítico periodo de su desarrollo, la calidad de las interacciones con los adultos fijará el sano equilibrio entre su mundo biológico y psicológico; por consiguiente, determina de forma crucial su ajuste sociopersonal. Nos referimos a este fenómeno dinámico como empatía.

Sin perder de vista que las personas reaccionamos al entorno o contexto en el que vivimos, podemos entender sincronía, simpatía o empatía como sinónimos, pues cumplen una función parecida: vincularnos con la tribu. Mediante la imitación del comportamiento y la sincronización de la conducta con los demás, fortalecemos el intercambio de estados emocionales, deseables o no.

La empatía es un activo que debe potenciarse y cuidarse exquisitamente en los primeros años de vida, durante los cuales se crean las estructuras neuronales involucradas en el desarrollo socioemocional que están determinadas por la calidad de las relaciones. Estas nos permiten satisfacer las necesidades básicas de aceptación, consideración y autonomía. Su objetivo es la protección y la supervivencia del individuo, pero también del grupo, y nace de la sensibilidad de los adultos hacia su prole y demás congéneres. Para ello, es imprescindible un clima orientado hacia la justicia social, pues sólo podemos sincronizarnos con los que identificamos como iguales. Somos sensibles a las penurias ajenas si percibimos que éstas también pueden afectarnos a nosotros. En definitiva, la empatía consiste en proyectar nuestro mundo en el mundo del otro, al percibirle como igual, principalmente si atendemos adecuadamente al vértigo de encontrarnos en su misma situación. Si nos sentimos inmunes a las circunstancias de los que nos rodean, corremos el riesgo de negar el sufrimiento y justificar su realidad como consecuencia de vicisitudes que nos son ajenas, alejando de nosotros la responsabilidad de formar parte de las soluciones colectivas, olvidando que éstas nos atañen a todos.